lunes, 15 de agosto de 2011

Memoria de un desarmado

     Una pulsera de moda. Una puerta de emergencia abierta. Una biblioteca. Mi pesar... traspasé la línea, no debí dejarme llevar por semejante impulso. Aquel escrito que le dediqué abarcaba más de lo que podía dejarse caer, porque el hecho que me inducía a desgarrar las entrañas de cualquier ser vivo no era el odio, sino el regocijo de la sangre caliente desparramándose ante mi. Antes de cometer mi crimen me aseguré de que todo estaba en perfectas condiciones para no ser descubierto nunca. El sudor me caía lentamente por la sien, pero los pelillos de mi espalda se erizaban cuales púas sostiene el equino. No es por hacer daño, es por placer. No quiero enojar a nadie; ni al pueblo, ni al Gobierno, ni a esa señora que me dio la vida hace ya casi treinta años. Todo es mucho más simple: disfruto con la tortura. Soy un enamorado del dolor ajeno. Sueño con el destrozo íntegro de la mujer de verde, aún siendo la más bella... es que consigo exprimir su dulzura máxima minutos antes de hacerla desparecer.
    Las esponjas que cubrían el cielo estaban a punto de ser estrujadas cuando perdí de vista a todos aquellos estudiantes que descansaban en la puerta de la casa de los libros. O al menos eso me parecía a mí, porque el viento empezó a soplar tan fuerte, que desalojó aquellas formas indescriptibles, dejando en su lugar un hueco infinito. Las estrofas que previamente le había dedicado a la progenitora de éste y otros individuos un tanto desvinculados, se desgarraron con tanta fuerza de mis manos que no pude sostenerlas. Corrí hacia ellas con tal velocidad que las lágrimas se escapaban hacia el sentido contrario al que me dirigía. Que quede claro que no lloraba, yo soy un hombre. Es que la fuerza de aquella masa atmosférica era tan intensa, que al impactar contra mis córneas me hacían derramar el líquido que tanto irrita mi autoestima. El caso es que no pude volver a recuperar el folio. Tanto sentimiento, tanto tiempo invertido en aquel cacho de tronco disecado y manoseado, tanto amor revelado a través de mi cómplice envenenado de tinta, tanta admiración por la madre de las madres, tanto ensueño, tanta discordancia, disloque, enterramiento de un secreto óptimo, sufrimiento, terror, locura, pasión, coraje, umbría, rechazo, cariño, agonía, miseria, muerte... se perdieron junto al aire, y junto a éste también no volvieron a aparecer hasta el día del juicio.
    Las curvas de su cuerpo podían derretirme incluso en el punto mas frío de su propia esencia. Exácto, eso era lo que me perdía de ella, su esencia. La facilidad con la que es capaz de transmitir cualquier estado de ánimo. Su sencillez de mujer tierna, la complejidad con la que sostiene cada punto de su piel... deseaba amarla. Abrir cada poro de su piel con mi egoísmo. Porque sólo la quería para mí, y no simplemente eso, sino que quería verla desvanecer única y exclusivamente para mí.
    Y así fue. Una vez perdido el folio que sostenía por escrito mi acto criminal, me dirigí hacia el sendero que desemboca en sus entrañas y desenfundé los artilugios. El líquido que contenía la botella me bastaba para dañarla, pero quise hacerlo más lentamente. Desenfundé mis armas y las escondí bajo el pantalón, para que nadie pudiera verlas. Caminé deprisa, casi con la agilidad que conlleva la flaqueza de un galgo. Y cuando en lo alto del pináculo la divisé por completo, me lancé sobre ella como el león se abalanza sobre su presa. Le cogí con fuerza las manos, y pude vendarlas -al igual que los pies- para que apenas pudiera entregarse al movimiento. Cerré su boca y, como el pozo queda deshabilitado por falta de agua, yo la callé ante la inminente amenaza. Me eché sobre ella, y grité con más ímpetu que nunca que era mía. La besé, la bofeteé, la susurré cual pájaro lo hacía minutos antes de que yo llegara al agujero negro de la muerte. Le reí, le lloré, me arrodillé y le pedí perdón antes de exterminarla. Me disculpé por mi visión fatídica de la belleza encarcelada en fuego. Y entonces prendí la llama. Cada pelo de la selva del deseo desaparecía a la velocidad de un relámpago. Cada bichito que boicoteaba alrededor de los colores de la vida fueron ardiendo antes de que pudieran evitar la prematura desaparición de la cadena. Cada ramillete fue cayendo unos por uno. Y el monte se convirtió en el cohete artificial más espléndido que había visionado jamás. Y las llamas aumentaban por segundos, y en mis ojos se reflejaba hasta el inhóspito calor que envolvía cada átomo de su persona. Ella estaba muriendo, pero la belleza de aquella muerte no tenía palabras que la describiesen. En el fondo me hacía sentir bien, y para mí es lo único que cuenta en esta mierda de vida que me ha tocado soportar. ¿Y qué mas da si las cinco mil hectáreas que se desplomaban ante mi no volvieran a resucitar jamás? Yo también voy a morir algún día, al fin y al cabo, aquí todo es efímero.

1 comentario:

  1. chirrio en el aire,
    mi capa viento,
    pena descontrolada,
    pena 451

    lloro
    lloro
    lloro
    lloro
    lloro

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