No quiero cuestionar los nervios de nadie, pero el inquietante comportamiento de aquella señora me sacó de quicio. Apenas había aparcado mi cansancio en el self-service de la Estación Sur de Madrid cuando sus gritos chirriaron en mis oídos: –iba yo primero, no esa sin vergüenza- . Creo recordar (y soy experta en ello), que las dos llegaron a la vez, pero bueno, no soy abogado defensor de pobres. El caso es que uno de los hechos más curiosos que observar con minuciosidad son las paradojas de la vida cotidiana. Y digo paradoja en el más amplio sentido de la palabra, en el más literal, específico y además generalizado. Esto en Madrid puede hacerse sin esfuerzo alguno, ya que son alrededor de cinco millones de personas las que viven, se desarrollan y piensan en el céntrico urbe de la península. Así que, casi sin ánimo, con sólo sentarte en cualquier plaza, cafetería, o suelo de la gran ciudad, puedes divisar el contenido humanístico que nos ha proporcionado nuestra era.
Resulta que la señora cuya intención no iba más allá de dejar en ridículo a la chica, salió de casa aquella mañana sin la educación, la diplomacia y el saber estar que debiera caracterizar a una persona. Sin embargo, iba de punta en blanco. Y ni un pelo se le escapaba de la cabecera. Seguramente no tendría prisa ninguna, puesto que segundos antes le había escuchado hablar por teléfono con una tal Consuelo, a la que esperaba. No obstante, la chica, que se quedó medio pasmada y casi muda, reflejaba en sus ojos un estado de alteración considerable. La joven se calló, se apartó del mostrador, y le hizo un gesto elegante a la mujer madura con la mano, invitándola a pasar un puesto anterior al suyo en la cola. Por supuesto que no hubo un “gracias”, dónde íbamos a parar. La chica tardó en tener su café tan sólo dos minutos más, y la señora obtuvo una anécdota con la que aburrir a su amiga durante el tiempo que hiciese falta, dentro de lo que cabe, no era para tanto la historia; ambas habían salido por igual.
Mientras tanto, aquel día miles de palestinos temían el aumento de control en Cisjordania por parte del gobierno israelí, donde viven 230.000 colonos y 2’4 millones de palestinos aproximadamente; y nada cambia: el ejército de los israelitas expulsa a los colonos más radicales de dos sinagogas de Gaza; la mayoría de la prensa olvida contextualizar la noticia; se reabre el debate sobre el futuro de la energía nuclear; militares españoles mueren en Afganistán; sus familias lloran; el gobierno cumple con su acto de presencia; la oposición le achaca a éste que el Ejército no es una ONG; Batasuna piensa en su vuelta a las instituciones; se detiene un terrorista en Torremolinos; un pesquero con 97 inmigrantes llega de la costa africana a Tenerife; miles de hectáreas arden sin apenas control; unos mueren viejos, otros acribillados, otros por el SIDA y otros calcinados; Alemania y Suiza trabajan para prevenir la gripe aviar; en África millones de personas mueren de hambre o sufren desnutrición crónica; en Hollywood el derroche de dinero tiende al infinito; unos no tienen nada y otros lo tienen todo; unos lloran y otros ríen; unos no tienen conciencia social, y el resto son engañados por los que manejan y manipulan la información. Unos piensan en un plan antiterrorista, y los más sabios se preguntan la causa del problema.
Mientras tanto, aquel día, otros trabajaban, otros estudiaban, y los periodistas de hoy se someten a la decadencia en España. La diferencia esencial entre España y el resto de Europa radica en que rozamos tanto la ignorancia, que lo absurdo nos queda grande. Los que luchan por conseguir la verdad escasean; los futuros comunicadores apenas leen un periódico, apenas se sostienen en opiniones argumentadas, apenas si se plantean una pregunta. Los del otro bando, los que sí leen, y se documentan, y se estrujan el cerebro por llegar a conclusiones útiles no suelen tomarse en serio, porque su crudeza asusta, porque saben lo que dicen, lo que quieren y a lo que aspiran, y eso no conviene...